El fogonero de Cristo sirve de muchas formas, pero ninguna más preciosa que la escucha. Escucha más que predica. Porque para predicar ya hay mil farsantes y mil santos espadachines, pero para escuchar hay poco en el mundo.
Nosotros escuchamos porque Dios escucha atento cuando le hablamos en lo secreto (Mateo 6, 6).
Y ese servicio materno es sanador y purificador.
Los fogoneros somos la oreja de Dios, servidores de su escucha. Escuchamos y perdonamos. Esa es nuestra reconciliación. Allí comienza nuestra pródiga salvación.

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